Los laosianos necesitaron un cuarto de siglo para arraigarse en Misiones
Algunos son católicos pero la mayoría profesa el budismo
Hace 25 años llegaron a Misiones, huyendo de la guerra. Ni Argentina ni Naciones Unidas les cumplieron nunca las promesas de trabajo y bienestar. Lograron su espacio y hoy ya no quieren volver
Posadas. Laos está demasiado lejos y aquella guerra que llevó a cientos de familias refugiadas hacia una nación gobernada por una dictadura, la Argentina de 1979, es sólo un mal recuerdo.
Un cuarto de siglo, 25 años, pasó de aquel martes 19 de febrero de 1980 cuando un grupo de cien laosianos y camboyanos llegó a Posadas, en medio de promesas de paz, trabajo y progreso. A pesar de la intervención de las Naciones Unidas, el organismo internacional que coordinó la llegada de los
Refugiados, las promesas nunca se cumplieron. Una aparatosa publicidad oficial que los mostraba en una foto sumidos en la miseria y en la muerte, instaba a los misioneros a tenderles una mano. Los afiches rezaban por entonces: Buscaron con el riesgo de sus vidas trabajo, paz y libertad. La Argentina les dará trabajo, paz y libertad. Eran los años del proceso.
Muy solos, muy lejos
Apenas llegaron a Misiones, los laosianos comprendieron muy pronto que la guerra que los sacó de su país era lo único que habían sorteado. Y que estaban solos, en un país extraño, desconocido, lejano y que además los discriminaba.
Al principio fueron ubicados al lado del balneario El Brete de Posadas, en el predio de la Expoferia municipal, donde se quedaron (los dejaron) por años mientras otro grupo se asentó en proximidades del Parque de la Ciudad y formaron el barrio laosiano, donde unas veinte familias viven hasta hoy.
Al principio, llevaron a algunos a Wanda, a trabajar a una yerbatera, pero muy pronto desistieron de esa explotación. El peregrinar los ubicó después en distintas comunas de Misiones mientras los más jóvenes, a medida que iban creciendo, siguieron emigrando hacia las grandes ciudades de la Argentina, como Buenos Aires, en busca de trabajo y anonimato, ya que en al principio la tierra colorada los recibió pero los marginó: les puso encima un estigma con el que hoy bromean, pero que los marcó para siempre: a los misioneros se les ocurrió que los laosianos comían perros y comían personas y transformaron ese mito en una creencia popular. Todavía recuerdan molestos cuando las fuerzas de seguridad les revisaron la heladera, casa por casa, para comprobar si tenían congelada a una anciana que desapareció el día que se estrelló el avión de Austral en Posadas.
Con paciencia oriental
La llegada de los laosianos a Misiones fue una fiesta. El pueblo entero habló del tema y los domingos, el paseo familiar incluyó al predio donde estaban asentados, en torno al río, para ver cómo vivían y alimentar los mitos. Una costumbre ante la novedad que los posadeños no lograron erradicar.
Pero muy pronto los olvidaron y cuando la ayuda internacional terminó, un par de años después que llegaron y cuando el idioma aún les era hostil, quedaron marginados. Salieron a vender ropa y organizaron huertas, hicieron reflexología, trataron de insertarse desde el trabajo pero los rasgos orientales marcaban la diferencia.
Con paciencia, tolerancia, persistencia: con resignación, con la fría postura que sólo una guerra puede forjar en un ser humano, los laosianos se sobrepusieron una vez más a la hostilidad y haciendo caso omiso a los comentarios cotidianos, lograron un espacio dentro de la ciudad. E insertaron a sus hijos en las escuelas, niños y jóvenes que tuvieron que callar antes las burlas de sus pares.
Sonríen, a pesar de todo
La segunda parte de esta historia, tan real como la primera, cuenta que hoy están arraigados y que un cuarto de siglo después, no quieren volver, al contrario de los que opinaron durante veinte años. Los más jóvenes, hayan nacido acá o allá, están seguros que la Argentina les pertenece, con sus males y sus bonanzas.
Los mayores sonríen cuando se les pregunta si volverían a Laos y antes de responder, miran a sus hijos que comparten la tarde con sus amigos criollos, bajo la sombra de un mango, tereré en mano, y en media lengua reflexionan: es que los hijos están acá, ya son de acá. Decidieron quedarse.
Sol Claribel nació el 15 de febrero, hace dos semanas. Es la pequeña hija de Nikho Prommavongsa (de 27 años), un joven que nació en Laos y llegó a la Argentina con sólo dos años. Soy argentino, no me quiero ir de acá, asegura mientras ayuda a su esposa -Sonia Ramírez, una posadeña criolla-, en los menesteres del bebé recién nacido.
Están reunidos con amigos, Alinda Prommavongsa y Rubén Soubandith, ambos descendientes de laosianos pero nacidos ya en la tierra colorada. El tereré de jugo circula entre las manos mientras van contando, dispuestos, sus vivencias de jóvenes y adolescentes, donde las burlas de los compañeros de escuela eran lo más difícil de sortear. Hoy se ríen de esa situación sin lamentos, porque lograron amigos que no saben de diferencias raciales ni culturales.
Monjes en la tierra colorada
La religión oficial de los laosianos es el budismo, una expresión religiosa, artística y social que tiene más de 2500 años, originada en el norte de la India, donde nació el Buda, el que logró alcanzar un estado de ver perfectamente la naturaleza de las cosas, es decir, la iluminación.
Los monjes de Misiones, los religiosos que viven en la entrada de la colonia laosiana, abrieron las puertas del templo a El Territorio pero hablaron de sus experiencias de guerra y de refugiados.
Somporn Parmusakarn llegó a la Argentina con 27 años, allá por 1979. Es uno de los tres monjes que están en Posadas y aseguró que acá está su lugar. Volvería a Laos sólo de visita, pero no se imagina viviendo fuera de este país que lo cobijó hace tanto tiempo. Sabe de las penurias de la guerra y del sufrimiento de los refugiados. Pero acá está su vida, aseguró a lo largo de la charla.
Daring Sonesackda está comenzando la vida religiosa; vino a la tierra colorada con cinco años y se crió acá. Soy de acá, responderá varias veces a lo largo de la entrevista, reafirmando su pertenencia al mundo occidental, con el idioma y las costumbres del medio oriente, que también le es propio.
Daring y Somporn están dedicados al budismo; son los monjes de una religión que recuperaron hace apenas unos cinco años con la construcción del templo, un lugar al que entran descalzos para desprenderse de las penurias del cuerpo y profundizar la visión integral sobre la naturaleza de las cosas.
Será el momento, quizás, en el que reflexionarán sobre la situación que los obligó a partir, de allá, de tan lejos; y sobre la realidad que los obligó a quedarse, acá, tan cerca.
Los laosianos que vinieron y los que nacieron acá tuvieron una vida difícil, pero sonríen, a pesar de todo.
Hace 25 años llegaron a Misiones, huyendo de la guerra. Ni Argentina ni Naciones Unidas les cumplieron nunca las promesas de trabajo y bienestar. Lograron su espacio y hoy ya no quieren volver
Posadas. Laos está demasiado lejos y aquella guerra que llevó a cientos de familias refugiadas hacia una nación gobernada por una dictadura, la Argentina de 1979, es sólo un mal recuerdo.
Un cuarto de siglo, 25 años, pasó de aquel martes 19 de febrero de 1980 cuando un grupo de cien laosianos y camboyanos llegó a Posadas, en medio de promesas de paz, trabajo y progreso. A pesar de la intervención de las Naciones Unidas, el organismo internacional que coordinó la llegada de los
Refugiados, las promesas nunca se cumplieron. Una aparatosa publicidad oficial que los mostraba en una foto sumidos en la miseria y en la muerte, instaba a los misioneros a tenderles una mano. Los afiches rezaban por entonces: Buscaron con el riesgo de sus vidas trabajo, paz y libertad. La Argentina les dará trabajo, paz y libertad. Eran los años del proceso.
Muy solos, muy lejos
Apenas llegaron a Misiones, los laosianos comprendieron muy pronto que la guerra que los sacó de su país era lo único que habían sorteado. Y que estaban solos, en un país extraño, desconocido, lejano y que además los discriminaba.
Al principio fueron ubicados al lado del balneario El Brete de Posadas, en el predio de la Expoferia municipal, donde se quedaron (los dejaron) por años mientras otro grupo se asentó en proximidades del Parque de la Ciudad y formaron el barrio laosiano, donde unas veinte familias viven hasta hoy.
Al principio, llevaron a algunos a Wanda, a trabajar a una yerbatera, pero muy pronto desistieron de esa explotación. El peregrinar los ubicó después en distintas comunas de Misiones mientras los más jóvenes, a medida que iban creciendo, siguieron emigrando hacia las grandes ciudades de la Argentina, como Buenos Aires, en busca de trabajo y anonimato, ya que en al principio la tierra colorada los recibió pero los marginó: les puso encima un estigma con el que hoy bromean, pero que los marcó para siempre: a los misioneros se les ocurrió que los laosianos comían perros y comían personas y transformaron ese mito en una creencia popular. Todavía recuerdan molestos cuando las fuerzas de seguridad les revisaron la heladera, casa por casa, para comprobar si tenían congelada a una anciana que desapareció el día que se estrelló el avión de Austral en Posadas.
Con paciencia oriental
La llegada de los laosianos a Misiones fue una fiesta. El pueblo entero habló del tema y los domingos, el paseo familiar incluyó al predio donde estaban asentados, en torno al río, para ver cómo vivían y alimentar los mitos. Una costumbre ante la novedad que los posadeños no lograron erradicar.
Pero muy pronto los olvidaron y cuando la ayuda internacional terminó, un par de años después que llegaron y cuando el idioma aún les era hostil, quedaron marginados. Salieron a vender ropa y organizaron huertas, hicieron reflexología, trataron de insertarse desde el trabajo pero los rasgos orientales marcaban la diferencia.
Con paciencia, tolerancia, persistencia: con resignación, con la fría postura que sólo una guerra puede forjar en un ser humano, los laosianos se sobrepusieron una vez más a la hostilidad y haciendo caso omiso a los comentarios cotidianos, lograron un espacio dentro de la ciudad. E insertaron a sus hijos en las escuelas, niños y jóvenes que tuvieron que callar antes las burlas de sus pares.
Sonríen, a pesar de todo
La segunda parte de esta historia, tan real como la primera, cuenta que hoy están arraigados y que un cuarto de siglo después, no quieren volver, al contrario de los que opinaron durante veinte años. Los más jóvenes, hayan nacido acá o allá, están seguros que la Argentina les pertenece, con sus males y sus bonanzas.
Los mayores sonríen cuando se les pregunta si volverían a Laos y antes de responder, miran a sus hijos que comparten la tarde con sus amigos criollos, bajo la sombra de un mango, tereré en mano, y en media lengua reflexionan: es que los hijos están acá, ya son de acá. Decidieron quedarse.
Sol Claribel nació el 15 de febrero, hace dos semanas. Es la pequeña hija de Nikho Prommavongsa (de 27 años), un joven que nació en Laos y llegó a la Argentina con sólo dos años. Soy argentino, no me quiero ir de acá, asegura mientras ayuda a su esposa -Sonia Ramírez, una posadeña criolla-, en los menesteres del bebé recién nacido.
Están reunidos con amigos, Alinda Prommavongsa y Rubén Soubandith, ambos descendientes de laosianos pero nacidos ya en la tierra colorada. El tereré de jugo circula entre las manos mientras van contando, dispuestos, sus vivencias de jóvenes y adolescentes, donde las burlas de los compañeros de escuela eran lo más difícil de sortear. Hoy se ríen de esa situación sin lamentos, porque lograron amigos que no saben de diferencias raciales ni culturales.
Monjes en la tierra colorada
La religión oficial de los laosianos es el budismo, una expresión religiosa, artística y social que tiene más de 2500 años, originada en el norte de la India, donde nació el Buda, el que logró alcanzar un estado de ver perfectamente la naturaleza de las cosas, es decir, la iluminación.
Los monjes de Misiones, los religiosos que viven en la entrada de la colonia laosiana, abrieron las puertas del templo a El Territorio pero hablaron de sus experiencias de guerra y de refugiados.
Somporn Parmusakarn llegó a la Argentina con 27 años, allá por 1979. Es uno de los tres monjes que están en Posadas y aseguró que acá está su lugar. Volvería a Laos sólo de visita, pero no se imagina viviendo fuera de este país que lo cobijó hace tanto tiempo. Sabe de las penurias de la guerra y del sufrimiento de los refugiados. Pero acá está su vida, aseguró a lo largo de la charla.
Daring Sonesackda está comenzando la vida religiosa; vino a la tierra colorada con cinco años y se crió acá. Soy de acá, responderá varias veces a lo largo de la entrevista, reafirmando su pertenencia al mundo occidental, con el idioma y las costumbres del medio oriente, que también le es propio.
Daring y Somporn están dedicados al budismo; son los monjes de una religión que recuperaron hace apenas unos cinco años con la construcción del templo, un lugar al que entran descalzos para desprenderse de las penurias del cuerpo y profundizar la visión integral sobre la naturaleza de las cosas.
Será el momento, quizás, en el que reflexionarán sobre la situación que los obligó a partir, de allá, de tan lejos; y sobre la realidad que los obligó a quedarse, acá, tan cerca.
Los laosianos que vinieron y los que nacieron acá tuvieron una vida difícil, pero sonríen, a pesar de todo.
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