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Revista Contexto

Carentes estructurales

Carentes estructurales

La casita es modesta y demasiado pequeña para los siete niños y su madre. Es de tabla, pintada de blanca, a la cal. El calor, que ese día superó los 36 grados, se siente con más fuerza en el interior; no hay agua potable ni luz eléctrica, pero tampoco hay algo para comer.

Esa casa chiquita para sus ocho ocupantes es, paradojas de la vida, extremadamente grande para los sueños, oportunidades y, peor aún, para el futuro de quienes pasan sus días en un hogar que no logra contenerlos.

A un costado de una intransitable calle de tierra, cinco hermanitos juegan con los jueguetes que pueden tener: pedazos de madera, latas viejas y un par de bolitas. Sonríen, se divierten, mientras esperan la hora para ir al comedor comunitario donde les espera, como hace diez días, sólo un plato de poroto, hervido con algunas verduras. Adentro de la casa, los dos hermanitos más chicos no saben si tendrán siquiera esa oportunidad: están desnutridos, o con bajo peso, según definirá un lenguaje técnico que permitirá eludir responsabilidades.

Marilín y Ezequiel son los más pequeños de nueve hermanos, pero dos de ellos ya no están bajo el mismo techo porque fueron tocados por la buena fortuna y pasan sus días en dos hogares, distintos, que tiene una organización no gubernamental que brinda asistencia a niños de familias sin recursos.

Ezequiel tiene veinte meses de edad y Marilín, ocho. Tienen el cuerpo menudo y los ojos saltones; son tímidos, pero curiosos. Pasan la mayor parte del día acostados en una de las dos habitaciones de esa casa pequeña, donde el calor de afuera se siente con más fuerza. Una cocina a leña calienta aún más el ambiente mientras hierve el agua para preparar la leche, el único alimento que conocen los dos pequeños.

 

Claudia, abandonada 

Claudia tiene 30 años. Es la madre de los nueve niños. Está desocupada y no tiene noticias del padre de sus hijos, desde hace meses. Su vida matrimonial estuvo signada por el maltrato, la violencia y el alcoholismo y aún así no sabe todavía si es mejor estar sola, o con él, para dar de comer a los niños.

Hoy sobrevive gracias a la ayuda que le brinda el Centro Integral de Rehabilitación Social Argentino (Cirsa), la misma ONG que se hizo cargo de los otros dos hijos que no viven con ella. El mayor, de 16 años, está en Buenos Aires, y otro, en el hogar materno infantil Luz de Luna, a pocos metros de su casa.

Claudia y cinco de sus hijos se alimentan en los comedores comunitarios y los dos más chicos, Marilín y Ezequiel, con signos visibles de desnutrición, sólo toman leche, gracias a la ayuda de la ONG vecina, que tampoco da abasto para cubrir las necesidades de sus propios internos.

Detrás de la casa pequeña, de tablas raídas y techo de cartón, crecen varias plantas de maíz y de zapallos que Claudia plantó para mitigar el hambre de la familia, pero todavía no dieron su fruto.

Según la mamá, el más afectado es Ezequiel. Tiene frecuente convulsiones. Hace seis meses se enfermó de gravedad y debieron trasladarlo de urgencia a Posadas. Para ello, una vez más recurrieron a la solidaridad, esta vez para pagar la nafta de la ambulancia. Las encargadas del hogar Luz de Luna pidieron prestado veinte pesos a la Gendarmería de San Ignacio, ya que siempre colaboran, y pudieron trasladar al niño a Posadas.

Pero el problema continúa, "porque el nene tiene que alimentarse y sólo toma leche; él nació bien pero al sexto mes comenzó a enfermarse; el médico me dice que tengo que darle de comer, pero la comida del comedor es para gente grande y yo no tengo posibilidades de darle otra cosa, mucho menos la comida especial", se excusa Claudia.

La casita es modesta y demasiado pequeña para los siete niños y su madre. Es de tabla, pintada de blanca, a la cal. Al lado de la puerta de entrada, unas latas clavadas en la pared tienen algunas plantas. Afuera hace más de 36 grados, pero adentro, donde están Marilín y Ezequiel, el calor es mucho mayor; no hay luz eléctrica ni agua potable. Pero tampoco hay algo para comer.

 

 

 

La falta de educación, la carencia estructural

 

Es probable que el problema de Claudia no tenga relación directa con la crisis que afecta a todo el país. Viene de otro contexto y refleja la realidad de otros miles de misioneros (y otros tantos más argentinos), donde la situación cultural y social fue el disparador de la vida que hoy le toca en suerte.

Claudia tuvo a su primer hijo a los catorce años y desde entonces, durante 16 años, tuvo ocho niños más. Siempre fue pobre y tuvo una vida plagada de todo tipo de carencias, donde el factor económico fue quizás, uno de los menos importantes.

Todavía no había terminado de crecer cuando la vida le puso hijos a quienes debió educar. Terminó de madurar con las limitaciones lógicas que impone, en forma unilateral, su experiencia de vida. Lo más probable es que tampoco logre transmitir a sus propios hijos las herramientas necesarias para que la historia no se vuelva a repetir.

El hijo mayor ya está separado de la familia; uno de los hermanitos también; los dos más chicos están creciendo con deficiencias alimentarias; los otros cinco crecen en un hogar desmembrado, con todo tipo de carencias. Claudia sólo tiene 30 años y repetir aspectos de su vida desgraciada es, a esta altura, redundante.

Nadie sabe con certeza qué pasará en el devenir de los años con cada uno de los protagonistas de esta historia, pero el desenlace es predecible, más aún si nadie interviene en la medida en que debe intervenir.

Esta familia, todos, cada uno, como otros tantos misioneros en la misma situación, necesitan todo tipo de ayuda, sobre todo aquella que supere lo alimentario o lo material, más ayuda aún de la que puede proporcionar un Plan Jefe y Jefa de Hogar que algún voluntarioso les pueda conseguir.

 

Las necesidades básicas y las indispensables

 

La pobreza no debe ser sinónimo, en ningún lugar del mundo, de violencia, abusos o alcoholismo; mucho menos en Misiones, una provincia chica donde estas patologías pueden tratarse siempre y cuando haya voluntad de hacerlo, máxime cuando se pueden detectar con facilidad, para cortar la fatídica cadena.

Quizás, para algunas mujeres, pueda parecer normal que la violencia sea parte de la vida matrimonial; o que el alcoholismo sea una característica de hombres con determinados perfiles. Lo que no se concibe como aceptable es que desde los sectores con competencia en este tipo de problemática no sólo se conozca la situación sino que no se ponga la energía necesaria para revertirla. En definitiva, cómo seguir justificando la falta de educación integral de los sectores con más carencias. Es cierto que en cualquier gestión social primero hay que atender las necesidades básica (alimento, vestido y vivienda) pero sería un error quedarse durante décadas sólo en eso.

La pobreza tampoco puede ser sinónimo de hambre o de desnutrición, mucho menos, también, en una provincia donde cualquiera tira una semilla al suelo y crece. Y menos aún, mucho menos, cuando la mayoría de las personas de menores recursos no viven precisamente en departamentos, o en villas de emergencia rodeadas de asfalto, cemento o tierras improductivas. La gran mayoría de estas personas están asentadas en terrenos que pueden contener, cuando menos, una huerta familiar, en los casos en que no estén ubicados en municipios chicos o directamente en zonas rurales.

Si bien es cierto que en la huerta no está la solución de fondo, pero al menos ayudará a sortear la situación más crítica.

El Estado no es responsable de los casos particulares de violencia, de alcoholismo, de desnutrición, de marginalidad. Quizás Claudia tampoco sea la responsable de haber tenido nueve hijos a los que no puede educar ni alimentar. Su esposo, que finalmente la abandonó, puede que tampoco sea el responsable de su carácter violento y descomprometido.
Pero la responsabilidad de todos, de cada uno, está en aceptar como válidas todas y cada una de estas situaciones, y no hacer nada para revertirlo. Es decir, de no dimensionar el problema. En definitiva, de no educar.
(Nota publicada por Raúl Puentes en el diario El Territorio, en 2003).

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