El medio de la nada
¿No hay debates o los docente no se interesan por los medios de comunicación?
Contexto celebró su primer año unos días antes del Día del Periodista, el año pasado. Sus doce meses de permanencia cosecharon críticas y adhesiones pero como medio no logró instalar siquiera un debate sobre la educación. O los docentes son apáticos o no les interesa esta revista, pensaron los periodistas después que una serie de artículos habló sobre la temática sin que nadie haya recogido el guante.
Los medios de comunicación ¿educan? Fueron necesarias varias horas de debate para tratar de llegar a una conclusión. Todos esperaban que después de tanta deliberación, propuestas y sugerencias, una idea plural y definitiva pudiera traer la respuesta que el grupo, a esa altura, anhelaba. Pero no. No llegó.
El ámbito de discusión tuvo lugar en una cabaña cercana a la gran Carpa Blanca de los docentes, aquella (la carpa) que por meses estuvo instalada frente al Congreso de la Nación mientras esperaban, en aquel momento, una respuesta que satisficiera tantos años de reclamo y de lucha por la reivindicación de una tarea que todos consideran indispensable pero que muy pocos estaban dispuestos a reconocer.
Esta vez el ámbito era otro. En esa carpa de lucha, ahora, los docentes argentinos trataban de delinear un nuevo proyecto de educación, esta vez también abarcativo e integrador pero con una gran novedad: que partiera de la relación del hombre con el ambiente, para lograr el desarrollo sustentable. Si, así como suena: que parta del ambiente, con el hombre integrado a él y que permita el desarrollo sustentable de la humanidad, o de América Latina, o quizás sólo de Argentina. Pero si se logra que al menos comience en un pequeño poblado, sería un paso enorme. Un logro. Una victoria.
Mientras los docentes trataban de definir ese proyecto, el grupo de periodistas abocado a la cobertura del encuentro e invitado a dictar un seminario, analizaba por enésima vez el contenido de su exposición del día siguiente. Frente a los docentes ya habían hablado las máximas autoridades educativas y ambientales del país y habían hecho lo propio, algunas de México, Colombia, Perú, Paraguay, Brasil.
La noche fría no aplacó el calor que produce la búsqueda de una idea. Una y otra vez las fundamentaciones, el conocimiento y el propio discurso que resume la formación de cada periodista se enriquecía o desvanecía con una nueva mirada, con un nuevo dato, con las opiniones. Se trataba de encontrar una respuesta a la pregunta que disparó un colega: los medios, ¿educan?
No hubo, esa noche, una respuesta oficial y no hubo acuerdo al día siguiente. No hubo coincidencias por edades, por regiones, por experiencias: no se podía responder con una verdad ni siquiera encuadrada (forzada, en realidad) por esas características.
Hubo, si se quiere decirlo de esta manera, dos posturas antagónicas: que no educan porque no es su papel, su metié, su función, su responsabilidad ni su razón de ser. Y que si, que educan, porque son formadores de opinión, porque influyen, porque muestran, porque construyen, con el recorte de la realidad que exponen, una nueva realidad que influye en la sociedad donde se desarrollan.
En el seminario, durante una peleada charla, los docentes sólo aceptaron como válida la segunda respuesta: prefirieron adherir a las opiniones de los periodistas que entienden que los medios de comunicación educan. En esa adhesión prevaleció la experiencia de los docentes como educadores y dijeron (se quejaron, en realidad) que en las aulas deben enfrentar la construcción hegemónica que hacen los medios de la realidad, la difusión de valores, de ideas, de estilos de vida. Y en consecuencia, reclamaron mayor responsabilidad por parte de la prensa.
Quienes pensaban que los medios educan quedaron conformes. Los que entienden que no, se quedaron alarmados porque sintieron que le cargaron sobre la espalda una responsabilidad que no tienen y que no quieren tener.
Para un par de docentes que, enojadas, lanzaron dardos cargados de reclamos, reproches y desaprobación, esa era la última oportunidad que le daba a la prensa para reivindicarse. Pretendía que el grupo de diez, doce, trabajadores de prensa actuara en nombre de los miles de colegas del país y que sentara al menos una posición al respecto: pero ellos, los docentes, debían coincidir con esa postura.
Entonces, más lejos todavía de una verdad consensuada, alguien pensó en el papel de la prensa como educador, frente a docentes mal pagos que entienden como prensa o periodismo, los montajes y las puestas en escenas comerciales, válidas y lícitas, que hacen los canales de televisión, casi siempre de la Capital nacional; o en la pobre propuesta provincial, más preocupada en vender la idea política del Poder de turno que en difundir, aunque más no sea, algo de información.
En ese contexto resultaba difícil, imposible, agotador, tratar de explicar que la televisión no es verídica sino comercial: que muestra lo que vende y que lo hace con un formato de show, fantástico, espectacular, sin pretender siquiera arrogarse la verdad. Pero el problema está en que la gran mayoría interpreta sin contemplar el valor agregado que le otorga la espectacularidad. Y ese es un problema de formación, de educación, de comprensión.
¡Bingo! Ante tanta confusión surgió una idea pero segundos después, el periodista no podía responder si su respuesta era el huevo o la gallina. Imparcial volvió a pensar que los docentes deberían leer más los diarios y revistas serios que existen en el país y la provincia, ya que el tratamiento de la información en los medios gráficos se ajusta con un poco más de rigor a los lineamientos de la ética periodística pero volvió a caer en la cuenta de otra realidad: no les alcanza para comprar los diarios y cuando los leen, sólo buscan la sección de policiales o de deportes, las que en definitiva, vuelven a ser parte del show, de la espectacularidad, de los puntos límites del ser humano y entonces anheló que los medios no asuman el papel de educador y se detuvo, dejó de pensar, cuando imaginó una comunidad educada por sus medios de comunicación.
Allá lejos, en un poblado de Misiones, los medios tratan de lograr un espacio ante la apatía de su público o la interpretación muchas veces antojadiza de lectores u oyentes que entienden que los periodistas en lugar de informar, se prestan a determinados juegos cuando la mayoría de las veces se limitan a contar que alguien hizo o no hizo, dijo o calló, protegió o despilfarró, sobre todo cuando se trata de actividades públicas que deben tratar de llegar al ciento por ciento de la población. Sino también está en su función y en su obligación denunciar, porque ese compromiso asumió pero de ahí, a pretender educar quizás el lector tenga la respuesta.
En defensa de la utopía
En un recorte del artículo Defensa de la Utopía, del periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, se puede leer:
Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder. Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta -el lenguaje-; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribadas con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.
Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo de su fortaleza.
Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Lo único que importa en el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.
El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia, fidelidad al lector y fidelidad a la verdad. El lector es siempre un factor mucho más activo y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento. En este fin de siglo (n de la r: artículo escrito a fines de la década del 90) neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos llegado al «fin de la historia», la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía. El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.
Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos -sin embargo- en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.
Contexto celebró su primer año unos días antes del Día del Periodista, el año pasado. Sus doce meses de permanencia cosecharon críticas y adhesiones pero como medio no logró instalar siquiera un debate sobre la educación. O los docentes son apáticos o no les interesa esta revista, pensaron los periodistas después que una serie de artículos habló sobre la temática sin que nadie haya recogido el guante.
Los medios de comunicación ¿educan? Fueron necesarias varias horas de debate para tratar de llegar a una conclusión. Todos esperaban que después de tanta deliberación, propuestas y sugerencias, una idea plural y definitiva pudiera traer la respuesta que el grupo, a esa altura, anhelaba. Pero no. No llegó.
El ámbito de discusión tuvo lugar en una cabaña cercana a la gran Carpa Blanca de los docentes, aquella (la carpa) que por meses estuvo instalada frente al Congreso de la Nación mientras esperaban, en aquel momento, una respuesta que satisficiera tantos años de reclamo y de lucha por la reivindicación de una tarea que todos consideran indispensable pero que muy pocos estaban dispuestos a reconocer.
Esta vez el ámbito era otro. En esa carpa de lucha, ahora, los docentes argentinos trataban de delinear un nuevo proyecto de educación, esta vez también abarcativo e integrador pero con una gran novedad: que partiera de la relación del hombre con el ambiente, para lograr el desarrollo sustentable. Si, así como suena: que parta del ambiente, con el hombre integrado a él y que permita el desarrollo sustentable de la humanidad, o de América Latina, o quizás sólo de Argentina. Pero si se logra que al menos comience en un pequeño poblado, sería un paso enorme. Un logro. Una victoria.
Mientras los docentes trataban de definir ese proyecto, el grupo de periodistas abocado a la cobertura del encuentro e invitado a dictar un seminario, analizaba por enésima vez el contenido de su exposición del día siguiente. Frente a los docentes ya habían hablado las máximas autoridades educativas y ambientales del país y habían hecho lo propio, algunas de México, Colombia, Perú, Paraguay, Brasil.
La noche fría no aplacó el calor que produce la búsqueda de una idea. Una y otra vez las fundamentaciones, el conocimiento y el propio discurso que resume la formación de cada periodista se enriquecía o desvanecía con una nueva mirada, con un nuevo dato, con las opiniones. Se trataba de encontrar una respuesta a la pregunta que disparó un colega: los medios, ¿educan?
No hubo, esa noche, una respuesta oficial y no hubo acuerdo al día siguiente. No hubo coincidencias por edades, por regiones, por experiencias: no se podía responder con una verdad ni siquiera encuadrada (forzada, en realidad) por esas características.
Hubo, si se quiere decirlo de esta manera, dos posturas antagónicas: que no educan porque no es su papel, su metié, su función, su responsabilidad ni su razón de ser. Y que si, que educan, porque son formadores de opinión, porque influyen, porque muestran, porque construyen, con el recorte de la realidad que exponen, una nueva realidad que influye en la sociedad donde se desarrollan.
En el seminario, durante una peleada charla, los docentes sólo aceptaron como válida la segunda respuesta: prefirieron adherir a las opiniones de los periodistas que entienden que los medios de comunicación educan. En esa adhesión prevaleció la experiencia de los docentes como educadores y dijeron (se quejaron, en realidad) que en las aulas deben enfrentar la construcción hegemónica que hacen los medios de la realidad, la difusión de valores, de ideas, de estilos de vida. Y en consecuencia, reclamaron mayor responsabilidad por parte de la prensa.
Quienes pensaban que los medios educan quedaron conformes. Los que entienden que no, se quedaron alarmados porque sintieron que le cargaron sobre la espalda una responsabilidad que no tienen y que no quieren tener.
Para un par de docentes que, enojadas, lanzaron dardos cargados de reclamos, reproches y desaprobación, esa era la última oportunidad que le daba a la prensa para reivindicarse. Pretendía que el grupo de diez, doce, trabajadores de prensa actuara en nombre de los miles de colegas del país y que sentara al menos una posición al respecto: pero ellos, los docentes, debían coincidir con esa postura.
Entonces, más lejos todavía de una verdad consensuada, alguien pensó en el papel de la prensa como educador, frente a docentes mal pagos que entienden como prensa o periodismo, los montajes y las puestas en escenas comerciales, válidas y lícitas, que hacen los canales de televisión, casi siempre de la Capital nacional; o en la pobre propuesta provincial, más preocupada en vender la idea política del Poder de turno que en difundir, aunque más no sea, algo de información.
En ese contexto resultaba difícil, imposible, agotador, tratar de explicar que la televisión no es verídica sino comercial: que muestra lo que vende y que lo hace con un formato de show, fantástico, espectacular, sin pretender siquiera arrogarse la verdad. Pero el problema está en que la gran mayoría interpreta sin contemplar el valor agregado que le otorga la espectacularidad. Y ese es un problema de formación, de educación, de comprensión.
¡Bingo! Ante tanta confusión surgió una idea pero segundos después, el periodista no podía responder si su respuesta era el huevo o la gallina. Imparcial volvió a pensar que los docentes deberían leer más los diarios y revistas serios que existen en el país y la provincia, ya que el tratamiento de la información en los medios gráficos se ajusta con un poco más de rigor a los lineamientos de la ética periodística pero volvió a caer en la cuenta de otra realidad: no les alcanza para comprar los diarios y cuando los leen, sólo buscan la sección de policiales o de deportes, las que en definitiva, vuelven a ser parte del show, de la espectacularidad, de los puntos límites del ser humano y entonces anheló que los medios no asuman el papel de educador y se detuvo, dejó de pensar, cuando imaginó una comunidad educada por sus medios de comunicación.
Allá lejos, en un poblado de Misiones, los medios tratan de lograr un espacio ante la apatía de su público o la interpretación muchas veces antojadiza de lectores u oyentes que entienden que los periodistas en lugar de informar, se prestan a determinados juegos cuando la mayoría de las veces se limitan a contar que alguien hizo o no hizo, dijo o calló, protegió o despilfarró, sobre todo cuando se trata de actividades públicas que deben tratar de llegar al ciento por ciento de la población. Sino también está en su función y en su obligación denunciar, porque ese compromiso asumió pero de ahí, a pretender educar quizás el lector tenga la respuesta.
En defensa de la utopía
En un recorte del artículo Defensa de la Utopía, del periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, se puede leer:
Hay que cuidar las formas, me repetía un jefe de redacción en el diario donde me inicié cuando era adolescente. Hay que conciliar, me decía, hay que entender el juego del Poder. Esa fue la primera enseñanza contra la cual me sublevé. Siempre he pensado (y éste es un tema para discutir largamente) que el periodismo no tiene sino dos formas que cuidar: la de su herramienta -el lenguaje-; y la de su ética, que no responde a otro interés que el de la verdad. No tiene por qué conciliar, con nada ni con nadie. Su misión es en eso idéntica a la del artista: revelar los abismos y las luces más secretos del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribadas con el mismo estrépito liberador que hace tres milenios hizo caer las murallas de Jericó.
Si el periodista concilia, si transa con el Poder, si se vuelve cómplice de la mentira y de la injusticia, no sólo está traicionándose a sí mismo. Traiciona, sobre todo, la fe que el lector ha puesto en él, y con eso destroza el mejor argumento de su legitimidad y el único escudo de su fortaleza.
Entre la misión del artista y la del periodista hay, sin embargo, una diferencia esencial: la naturaleza del diálogo que cada uno de ellos establece con el público. Lo único que importa en el momento de la creación es la fidelidad del artista a lo que él es.
El periodista, en cambio, está obligado a pensar todo el tiempo en su lector, porque si no supiera cómo es ese lector, ¿de qué manera podría responder a sus preguntas? En el periodista, entonces, hay una alianza de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia, fidelidad al lector y fidelidad a la verdad. El lector es siempre un factor mucho más activo y exigente de lo que algunos empresarios suelen suponer. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta, no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, sino un instrumento para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Porque, a semejanza del artista, el periodista es también un productor de pensamiento. En este fin de siglo (n de la r: artículo escrito a fines de la década del 90) neoliberal tan orgulloso de sus certezas, tan convencido de que ya hemos llegado al «fin de la historia», la cultura tiene la misión de ver la realidad como una enorme interrogación, como una perpetua duda, y de imaginar el futuro como una incesante utopía. El hombre se ha movido en las oscuridades de la historia a golpes de utopía, y la utopía es lo que ha permitido al hombre seguir teniendo fe en la historia.
Cuando más afuera de la historia parecemos, más sumidos estamos -sin embargo- en el corazón mismo de los grandes procesos de cambio. En tanto periodistas, en tanto intelectuales, nuestro papel, como siempre, es el de testigos. Somos testigos privilegiados. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafos de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos.
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